Las horas pasan largas y extrañas cuando se cuenta el tiempo desde y no hacia. Y aún más cuando la noche se ha juntado con el día sin saber cómo y has llegado a ponerte delante del ordenador como un autómata al que le meten un nuevo programa en sus circuitos internos o un burro al que le han ajustado las orejeras para que no vea más allá de su nariz... de burro.
Las horas lentas se recrean en los dedos mientras pulso las teclas ahora mismo; parecen decirme que la vida no se para, pero para mí se ha ralentizado en una suerte de moviola desconocida. Cuando las horas pasan y se cuentan desde y no hacia el sentido de esas horas cambia, decae el ritmo cardiaco, pesan los ojos, los brazos, las piernas, el alma pesa.
Cuando cae un chaparrón tormentoso, de los que te cogen en plena calle y te dejan tiritando, puedes quedarte ahí, chorreando y helada, o puedes correr a casa, darte una ducha caliente y encender el brasero. La cuestión es que siempre te pillan por sorpresa. O no tanto, porque ya oteabas las nubes en el horizonte, aunque pensando que pasarían de largo.
El invierno ha llegado de repente y, con él, el frío. Mucho frío.
viernes, 16 de noviembre de 2007
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