Las relaciones humanas son de lo más raras y he llegado a la conclusión de que, aunque seamos seres sociales y todo ese rollo filosófico ateniense, estar junto a otros semenjantes es más una cuestión de supervivencia. ¿No habéis sentido nunca la sensación de que una noche de marcha os habéis vestido para matar y que no quedará títere con cabeza porque no habrá nadie capaz de resistirse? Pues haced la operación a la inversa: sentir como si fueses, literalmente, un pulpo en un garaje; pequeñita, pequeñita ante los demás, casi al borde de la invisibilidad. Una u otra sensación desemboca en situaciones bien distintas, claro.
La cuestión es que todos buscamos a alguien o a algo, en su defecto. Y ya no importa la barrera del género. Hombres y mujeres, todos estamos a la búsqueda del grupo que nos define, por semejanza o por diferencia. Heteros, gays, lesbianas, bisexuales..., eso ya da igual, porque se borran las fronteras. Sin embargo todos buscan lo mismo: una mano amiga o una cama amiga, que los lleve hasta un grupo humano en el que sentirse integrado. Somos así de sociales. Y de superficiales.
Llevar una diadema con una flor, un vestido rojo atado con un cinturón y unos zapatos a juego sólo rechinan fuera de contexto. Un beso furtivo y un abrazo robado pueden ser sólo eso o ser mucho más según quien lo dé y quien lo reciba. El dulce mareo que provoca el alcohol puede ser el preludio de una vomitona o de un bailoteo hasta que el cuerpo aguante. Son los demás los que definen los límites por aceptación o rechazo.
Claro que, en este mundo superficial, si se es una diva de metro ochenta, rubia, con tacones, delgada y con una sonrisa de dientes perfectos, todo se te consiente. Ahí sí que se borran los límites. Da igual lo que se haga. Si se eructa, los hombres lo consideran adorable. El mito sigue vigente.
¿Será que la envidia y los celos son naturales en el ser humano y no podemos remediar sentirlos? ¿O será que las mujeres somos todas unas zorras malignas del infierno?
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