jueves, 12 de julio de 2007

La casa grande de Pin y Pon

Cuando eres pequeño, no quieres oír ni hablar de dormir después de comer. Sólo quieres ir a la piscina o jugar con tus Pin y Pon, aunque sea en el patio, con 43 grados cayendo a plomo. Las tardes de verano se hacen eternas cuando tienes tres o cuatro años. La vida parece detenerse y el mundo deja de girar a tu alrededor. Las sobremesas se convierten en mundos inexplorados, cuando todos los demás duermen plácidamente, de mirar cajones vetados, rebuscar en el frigorífico, leer libros prohibidos, seguir una hormiga hasta su guarida, ver la quietud de una lagartija en un poyete, aspirar el aire lleno de olores de jazmín, limón, hortensia y flor del paraíso... Entonces no era necesario sobar intensamente, porque la vida se deshacía en el fuego del asfalto quemado de las tres de la tarde sin que importase el futuro.

Por entonces sólo importaban los cursillos de natación a las nueve de la mañana, el polo de después de comer y ducharse rápido por la tarde para irse a la plaza a jugar con las demás niñas. La vida era una sucesión de acontecimientos entres los que no hacía falta detenerse con una siesta después de comer. La energía rebosaba nuestros poros y nos sacudía como si fuesen descargas eléctricas.

Nunca he sido tan feliz como aquellos veranos en el jardín de la casa de los abuelos, en una tumbona, cogiendo toda la calima del mediodía, hablando sola o con mis muñecos, recogiendo tierra con el camión volquete y enredando sin que los mayores lo supieran. La siesta era el reino de los niños, mientras el mundo adulto descansaba de su ajetreo.

Ahora la cabezadita es perentoria para continuar viviendo. La inocencia quedó atrás y sólo el trabajo puede interrumpir la placidez de cerrar los ojos mientras unos tíos en mallas suben el Tourmalet. Ni siquiera existen ese patio, ni ese jazmín ni ese limonero. El aire acondicionado, tan lejano en los tiempos de mi niñez, es ahora un electrodoméstico más de la casa, tan necesario como la lavadora o la turmix.

La sobremesa ya no es el mundo mágico de lo desconocido. Ahora es un trámite que hay que pasar lo mejor posible para volver a la oficina, a pesar de que el suelo se derrite debajo de las sandalias y las ideas se confunden con fantasías de maragaritas de ron blanco a la orilla del mar.

Se nota que necesito unas vacaciones. Ya.

2 comentarios:

moon dijo...

Jo! me ha gustado mucho tu post. Me ha traído muchos recuerdos. Recuerdo que yo me tumbaba el en suelo del patio cuando llegaba del cole. A 40 grados y el suelo ardiendo. Mi madre pensaba que estaba loco perdío.

Beso!

Patriice dijo...

Pues al igual que Moon mientras leía cientos de tardes de mi infancia se han venido aquí conmigo, a mi apartamento de escasos cuarenta metros... es verdad, nunca he sido, nunca hemos sido tan felices como lo eramos entonces. De aquellas largas tardes de juego bajo los 40 grados, recuerdo sobre todo la interminable espera de la digestión (mi padre lo llevaba a raja tabla) antes de poder bañarnos en nuestra piscina de ocho patas y los juegos (que a menudo terminaban en pelea) con mis hermanos mayores. Como diría Dumas, y perdón por la pedantería: Aquellos maravillosos años, en que eramos tan desgraciados.